Una hija de 6 años preguntó a su padre: papá, ¿para qué estamos aquí? El padre, sospechando por donde podría ir, a pesar de lo pequeña que era, trató de banalizar la repuesta: ahora estamos leyendo y, más tarde, comeremos… La hija insistió sobre la cuestión especificando que se refería a la existencia terrena en general. Pues, hija…
La vida se puede apreciar como una enorme cantidad de sucesiones de hechos que acontecen y se entrecruzan de vez en cuando. Cada uno surgimos en un momento dado de este dinamismo. Al crecer, llega un momento en el que chocamos con la realidad de la muerte, lo que produce en nosotros dos sentimientos contradictorios: por un lado no queremos morir; tratando de buscar una solución a ese rechazo surge el otro: seguir eternamente con esta misma vida produce inquietud y desazón.
Algunos agoreros nos dicen que la muerte es el final, que hemos de construir el paraíso en la tierra. Sin embargo, muchos de los que así piensan y actúan, ante la realidad de la imposibilidad de dicho objetivo, caen en el “absurdo existencial humano”.
Pero la muerte no es el final. Sin profundiza,r traigamos a colación algunas pruebas de la continuidad de la existencia después de la muerte: experiencias próximas a la muerte de multitud de personas que han estado clínicamente muertas; peticiones de difuntos a vivos; sentimiento interno y profundo, personal, de rechazo a la muerte; creencia en la vida del “más allá” por parte de la gran mayoría de las culturas y religiones; experiencia de una realidad personal, interna y profunda, que supera a la mera materia (el alma), etc.
Una característica común de muchos santos es que desde la muerte podían entender y plantearse la vida. Esta nos hace ver la finitud de la existencia terrena y se convierte en la puerta a la vida eterna. Si de verdad nos queremos y deseamos que esta fase de nuestra vida tenga verdadero sentido y vivamos en esperanza, tenemos ante nosotros un auténtico desafío, el único que, al final, merece la pena: encontrar el sentido de esta vida y vivirlo en plenitud. Y, si somos un ser para la eternidad, la respuesta no puede estar limitada a la fase terrena de nuestra existencia, sino que tiene que atravesar las puertas de la muerte para continuar “más allá”.
“¿Para qué estamos aquí?” Dicho de otra manera, ¿para qué existo? Esta cuestión sólo la puede responder Aquel que nos ha dado el ser: Dios. Y los cristianos tenemos la inmensa suerte de tener a “Dios con nosotros”, Jesucristo.
Al final, la vida terrena es la oportunidad que nos da el Señor para responderle a una pregunta dirigida personalmente a cada uno: “¿me amas? Esta cuestión la hemos de responder con toda la integridad de nuestra vida (“hechos son amores y no buenas razones”). Hoy, a cada uno y en cada momento de nuestra existencia, “Dios con nosotros” nos sigue preguntando personalmente: ¿me amas? Pero, para amar a alguien, hay que conocerlo; para conocerlo, podemos hacerlo de manera indirecta (lecturas, catequesis…) o de manera directa: oración y sacramentos (fuentes de gracias).
Al igual que a Pedro, un vez que le contestemos “sí Señor, tú sabes que te quiero”, Él nos dirá: “sígueme”. Nos lo dirá de forma genérica, pero también lo hará de manera específica: y éste será el sentido de la vida. En la medida que la vayamos viviendo, tendremos una vida plena, feliz. Tendremos alegría de vivir, nos sentiremos en libertad (sólo aquí podemos entender su sentido). Esto será vivir en Verdad.
Qué menos que terminar con unas palabras del Papa dirigidas a los jóvenes en la JMJ diocesana de Roma, celebrada el Domingo de Ramos de 2010: “Cristo llama a cada uno de vosotros a comprometeros con Él y asumir las propias responsabilidades para construir la civilización del amor. Si seguís su Palabra, vuestro camino se iluminará y os conducirá a metas altas, que dan alegría y sentido pleno a la vida”.
martes, 8 de junio de 2010
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