jueves, 18 de noviembre de 2010

EL BEATO JOHN HENRY NEWMAN

Entre los testimonios del valor y el significado de la vida interior, la actualidad de su beatificación nos pone en primer plano hoy la figura del cardenal Newman. Toda conversión sucede como diálogo íntimo antes de florecer hacia fuera, a los ojos de los hombres. El caso de J. H. Newman confirma esta verdad. Él mismo refiere lo que fue el laborioso itinerario que lo condujo al seno de la Iglesia católica en 1845, a los 44 años de edad. No lo hace con ánimo de polemizar, hasta el punto de que la biografía íntima que redacta de estos acontecimientos es inicialmente concebida como Apologia pro vita sua, como último recurso defensivo cuando la presión externa, los malentendidos y sospechas sobre su persona, no tienen ya otro modo de ser despejados que ofreciendo el relato de sus pasos y los motivos que internamente lo movieron. Era abrir su alma, son sin pudor e incomodidad, incluso con la aportación de pasajes enteros de obras y cartas suyas, para poder testificar con nombres y fechas lo que ha llegado el momento de aclarar: que no hubo doblez ni deslealtad hacia la Iglesia de Inglaterra en quien intentó por todos los medios mantenerse en ella, defender la catolicidad que en ella entendía que se podía encontrar en instituciones, ritos, doctrinas y ministerios. No es hasta entrada su vida que acomete la empresa de resolver la paradoja de que esas trazas de tradición y apostolicidad convivieran con un rechazo casi visceral del llamado “papismo” o “romanismo”, algo en lo que él, durante años, también participó.
Varios episodios interiores, esencialmente ligados al estudio de los Santos Padres y el desarrollo del dogma en los siglos IV y V, acaban por vencer lo que él tendrá por un prejuicio propio de años y, en toda Inglaterra, de siglos. Sólo cuando una nueva verdad lo arrincona abandonará cargos, oficio, amistades, y afrontará las acusaciones de haber sido un enemigo solapado, un obrador de astucias que aprovecha la confianza depositada en una maniobra de ventaja. Sin embargo él, que se ha abstenido incluso de comunicarse con quien podía comprometer su camino en solitario sumándose a él, que no ha querido estimular, mientras ha sido anglicano, la conversión católica de otros cuando la suya estaba próxima, declara su juego limpio sin empeñarse en que su defensa suponga, una vez en la Iglesia Católica, asunción débil o temblorosa de la verdad descubierta. Su insistencia es más bien que esa verdad siempre estuvo ahí. Que se ha limitado a aceptar lo que le guiaba desde el principio, ante el asombro de sí mismo: «No tenía consciencia, en mi conversión, de diferencia alguna de pensamiento o o ánimo respecto de lo anterior. No era consciente de una fe más firme en las verdades fundamentales de la revelación o de un mayor autocontrol; no tenía más fervor; pero era como llegar a puerto después de la marejada […] y, reacio como soy a ofender a loa anglicanos piadosos, estoy obligado a confesar que experimenté un gran cambio en mi visión de la Iglesia de Inglaterra. No puedo decir cuándo me asaltó —pero fue muy pronto— el radical asombro de haber podido imaginar alguna vez que fuera una porción de la Iglesia Católica. Por primera vez la miraba desde fuera y la veía como era. Al momento, ya no podía conseguir ver en ella otra cosa que lo que había sospechado con temor tanto tiempo, desde, al menos, 1836: una mera institución nacional. Así la vi cuando, de golpe, se me abrieron los ojos, espontáneamente, al margen de todo acto concreto de razonamiento o argumentación. Y así la he visto desde entonces. Supongo que la causa principal de esto estriba en el contraste que me proporcionó la Iglesia Católica. Reconocí entonces de inmediato una realidad nueva para mí. Notaba que no me estaba haciendo una Iglesia con un esfuerzo mental; no tenía que hacer un acto de fe en ella; no tenía que forzarme fatigosamente a una postura; pero el alma se replegaba en paz y relajación y yo la contemplaba casi pasivamente como un gran hecho objetivo. La miraba… sus ritos, sus ceremonias y preceptos, y me decía: “Esto es una religión”. Y cuando volvía la vista a la pobre Iglesia Anglicana, por la que había trabajado tan duro, y a cuanto le concernía, y pensaba en nuestros diversos intentos de ataviarla doctrinal y estéticamente, me parecía la mayor nadería, vanidad de vanidades. ¿Cómo puedo declarar lo que me pasaba sin parecer satírico? Lo mismo que la gente me llama crédulo por admitir las pretensiones católicas, me llama cínico por abandonar las anglicanas. Para ellos es credulidad, para ellos es burla; pero no para mí. Lo que ellos creen exageración, lo creo verdad. No hablo de la Iglesia Anglicana con desdén, aunque a ellos les parezca desdeñoso. Para ellos es, por supuesto, "Aut Cæsar aut nullus," pero no para mí. Reconozco en la Iglesia Anglicana una institución honorable, de noble memoria histórica, un monumento de sabiduría antigua, un recurso decisivo de fortaleza política, un gran órgano nacional, una fuente de vasto provecho popular y, hasta cierto punto, un testigo y maestro de verdad religiosa. Pero que sea algo divino, que sea un oráculo de doctrina revelada, que pueda tener parte en san Ignacio o san Cipriano, que pueda ocupar la dignidad, contestar la enseñanza y salir al paso a la Iglesia de san Pedro, que pueda llamarse “La Esposa del Cordero”, esta es la visión de ella que, sencillamente, desapareció de mi mente con la conversión y que sería un milagro repetir».

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